
Puede que nos imaginemos que el camino a una cárcel es oscuro, fúnebre, desagradable. Sin embargo, el camino hasta el centro penitenciario Soto del Real es lo contrario: al horizonte está la sierra, las montañas con nieve y un sol radiante. Se ve a las vacas en los prados pastando plácidamente y se escucha cantar a los pájaros. Una imagen que transmite algo que a pocos minutos en coche desaparece: libertad.
Si hablamos de prisión, inevitablemente hablamos de libertad. Libertad en estado puro. Una vez allí, cada paso, cada control antes de llegar a los módulos donde viven los internos, te aleja de esa imagen de libertad y te acerca a una realidad que no te puedes imaginar si no la has vivido. Una realidad que es distinta para cada persona en esa prisión. Pero puede que la primera vez que atraviesas los pasillos, el patio del módulo, no seas consciente de ello. Una vez cruzas el control de acceso, el aire cambia, y como decimos los de fuera “huele a cárcel”; al igual que ellos nos dicen “oléis a calle”. Ya no se respira igual. Ves muros pintados con paisajes para simular apertura, talleres de cocina, costura, carpintería, jardines cuidados, una piscina, un polideportivo, lavanderías… instalaciones que podrían encontrarse en cualquier calle de Madrid.
Actualmente, hay talleres de todo tipo. Pero esto es algo cíclico: depende del año. Lo único que se mantiene es la escuela. Y cuando hay menos actividades, el malestar crece. La sociedad se queja de estos talleres, sin entender que cuantas menos oportunidades se den, mayor será el deterioro de su salud mental y por tanto, más empeorará su comportamiento. Mucha gente critica esto, diciendo: “Eso no es una cárcel, es un hotel”. Pero nadie piensa en lo que significa estar alejado de tu familia, pagando las consecuencias de tus errores. Y todo esto obviando el hecho de que muchos internos no tienen familia que los espere fuera. O, simplemente, no hay nadie que sepa que están ahí. Y eso, aunque no se diga, también es condena: es, de hecho, la más dura de todas. Nosotros mismos hemos vivido algo que nos permite empatizar mínimamente con su situación: el confinamiento por COVID. Pero fue en nuestras casas, con nuestra familia, durante unos meses. Muchos de ellos llevan años, en celdas compartidas, sin intimidad y sin un futuro claro.
Frente a un discurso social dominante que presenta a los presos como reincidentes por naturaleza, los datos dicen lo contrario, pero claro, opinar sin información es una actividad muy común. Según el informe del Ministerio del Interior publicado por La Moncloa (2022), solo el 31,4 % de las personas que salieron en libertad en 2016 reincidieron en los cinco años siguientes. Es decir, casi 7 de cada 10 personas no vuelven a delinquir tras cumplir su condena. Un dato que desmonta por completo el estigma de que “el que entra, siempre vuelve”
Como señaló la Secretaría General de Instituciones Penitenciarias, “el sistema penitenciario español aprueba con una nota muy alta” en términos de prevención de la reincidencia. Sin embargo, aunque las cifras sean positivas, el sistema todavía tiene carencias muy importantes. Los datos no deben servir para conformarse, sino para reconocer lo que funciona y reforzarlo. Falta inversión en programas, equipos técnicos estables, recursos adaptados a perfiles diversos y, sobre todo, una transformación social que deje de mirar la cárcel como un castigo puro y empiece a verla como una oportunidad de reparación y reconstrucción.
Y es que en eso reside precisamente la idea de reinserción. Si no hay recursos ni medios reales para facilitar ese proceso, y todo el sistema funciona en base al castigo, no podemos esperar que alguien se transforme mágicamente. No es una cuestión de voluntad individual, es una cuestión estructural. Es lógica, y es ciencia: psicología y criminología.
Al entrar esperas sentir ansiedad, nervios, angustia, tal vez incluso miedo. ¿Quiénes son estas personas? ¿Por qué están aquí? Pero en contra de todos aquellos sentimientos, lo que sobre todo encuentras es una cosa: respeto y gratitud. Igualmente, puede seguir la duda de ¿qué han hecho? ¿se puede confiar en ellos? Cada ser humano es un mundo. Pero no es tan importante el qué o el por qué. Es importante el quién. Quiénes son. Lo que han vivido. Lo que han sufrido y lo que han disfrutado. Porque son mucho más que el error que hayan cometido. Y esto contribuye en gran medida al proceso de desestigmatización del colectivo de personas privadas de libertad.
Son historias. Son experiencias. Son vivencias. Y si, son internos en la cárcel. Pero ante todo son personas. Seres humanos, como tú y yo. Personas con familias, sentimientos, deseos, miedos, metas, esperanzas. Se preocupan por sus seres queridos, quieren crecer como personas. Son realidades que desconocemos si no escuchamos. Es fácil juzgar desde fuera. Es fácil valorar algo como bueno o malo desde una posición privilegiada. Es fácil tener prejuicios y guiarse por ellos. Por esta razón, el escuchar permite aprender. Escuchar sus trayectorias, circunstancias, sus vidas. Hemos comprendido algo que suena simple, pero que no se interioriza hasta que lo vives: cualquiera puede acabar en prisión. Un error, un momento de debilidad, una mala decisión… cosas que forman parte de la condición humana. Hay una línea muy fina entre ver las torres del centro desde la carretera y verlas de cerca. Porque al final, cada uno de nosotros podemos encontrarnos algún día en una situación parecida. Y lo más querremos en ese momento, es precisamente esto: ser escuchados y comprendidos.
Irene Torres Fernández
Julia Soto Cano
Sara Warmuth López