En el imaginario colectivo, las personas mayores no entran a prisión. Esta idea se debe principalmente a dos preceptos.

En el imaginario colectivo, las personas mayores no entran a prisión. Esta idea se debe principalmente a dos preceptos. En primer lugar, el artículo 91 del Código Penal (CP), que recoge un tipo específico de libertad condicional para las personas que han cumplido setenta años; y, en sentido similar, el artículo 196 del Reglamento Penitenciario (RP) que aborda la libertad condicional de septuagenarios y enfermos terminales. Por tanto, de los anteriores preceptos parece inferirse que el mero hecho de cumplir setenta años supone un factor cualificado de acceso a la libertad condicional. Vamos a ver a continuación algunos datos que desmienten lo anterior y superan, en parte, este marco normativo.

El Aumento de esperanza replantea un nuevo enfoque
Si tenemos en cuenta los ingresos en prisión, la media mensual de hombres de más de setenta años que entraron en un centro penitenciario en 2022 asciende a 16,2 (datos correspondientes al Informe General de la SG.II.PP. de 2022). La cifra desciende a 1,2 si pensamos en mujeres. Además de esta diferencia entre hombres y mujeres, llama la atención por sí misma la cifra de ingresos mensuales de mayores de setenta años. Aun- que comparativamente, se trata de una cuan- tía menor (0,9 % en el caso de los hombres, 0,7 % en el caso de las mujeres), lo cierto es que se trata de una cifra total relevante. De hecho, tal y como se refiere la Administración Penitenciaria, el progresivo envejecimiento de la población en prisión ha motivado que la estadística penitenciaria desagregue nuevos grupos de edad que antes aparecían unidos. Tomando ahora los datos relacionados con las personas incluidas en el Programa de atención integral de personas mayores en el me-dio penitenciario, se intuye, como adelantábamos, que la aplicación de la libertad condicional a los setenta años no es tan automática como a veces se transmite y la opinión pública asume. Así, las personas en régimen abierto o asimilado, a pesar de incluir a internos a partir de sesenta años, son bastante menos que las personas que con más de setenta años se encuentran cumpliendo condena (129 frente a 462). Tal es así, que el aumento de la esperanza de vida hace que sea cada vez más común ampliar la perspectiva. Tanto en el CP como en el RP, la libertad condicional de los condenados con más de setenta años de edad se regula junto a aquellas personas aquejadas de enfermedades in- curables, considerando en ambos casos “junto a las circunstancias personales, la dificultad para delinquir y la escasa peligrosidad del su- jeto” (artículo 91 del CP antes mencionado). Sin embargo, justamente por ese aumento de la esperanza de vida, los setenta años se alejan progresivamente de esa relación directa que la norma establece con la escasa peligrosidad. De este modo, se trabaja más por garantizar la adecuada atención en prisión de los mayores –no sólo desde el punto de vista asistencial, sino también desde la perspectiva del mayor impacto de la prisionización–, que por una libertad condicional basada en el mero hecho de la edad. Y es aquí donde se reclama un nuevo enfoque.

La aplicación de la libertad condicional en mayores no es tan automática
Siendo conscientes de la presencia de mayo- res en prisión, y la lógica tendencia a su aumento por el propio envejecimiento general de la población, tenemos también que valorar el cambio que ello supone en cuanto a otros preceptos vigentes. Como ejemplo de lo que queremos decir, el art. 29 de Ley Orgánica General Penitenciaria (LOGP), contempla que: “1. Todos los penados tendrán obligación de trabajar conforme a sus aptitudes físicas y mentales. Quedarán exceptuados de esta obligación, sin perjuicio de poder disfrutar, en su caso, de los beneficios penitenciarios: […] c) Los mayores de 65 años […]”. Al respecto, con independencia de que entendemos que ninguna actividad tratamental puede ser considerada obligatoria, en el contexto descrito, quizá tampoco corresponda excluir per se a determinados colectivos de actividades que, adaptadas a su situación, pueden resultarles favorables. Es lo que sucede con la imposibilidad de trabajar de quienes estando en prisión alcanzan la edad de sesenta y cinco años. Del mismo modo que, por las diferentes razones apuntadas, la libertad condicional a los setenta años no tiene aplicación automática, la aplicación de otras normas vinculadas exclusivamente a la edad, debieran replantearse.

Podemos ocasionar una discriminación real a personas mayores
En este mismo sentido, el hecho de entrar en prisión con una determinada edad, somete a personas que hasta ese momento han vivido de forma absolutamente independiente, a una excesiva tutela. Así, se dan casos de personas que, siendo ya mayores antes de su entrada en prisión, se vean forzadas a aceptar determinados controles si quieren acceder a permisos o regímenes con mayor libertad, sin que estos tengan que ser siempre y per se necesarios. Esto es, lo que en un principio se regula como elemento normativo protector –en nuestro caso, la edad–, acaba suponiendo un plus de control y, por tanto, discriminación, de quienes se ven incluidos en el grupo seleccionado. Por ello, reclamamos aplicar el necesario principio de individualización. De manera que sólo una apreciación individualizada de la situación de cada persona pueda derivar en una aplicación de la normativa específica que no resulte perjudicial e indeseablemente discriminatoria. En caso contrario, tratando de evitar una discriminación preconcebida –todas las personas mayores en prisión están en idéntica situación de desventaja–, podemos acabar ocasionando una discriminación real, sometiendo a esas personas a controles innecesarios.